Testimonio de Alejandro Luna

He tenido la suerte de haber orado el musical unas seis veces. No es un error del procesador de textos, ni un despiste. Es justamente eso lo que he sentido cada vez que he asistido a una representación. Que no es un espectáculo, sino una auténtica oración colectiva. A través de cada canción consiguen tomar nuestros corazones, unirlos y elevarlos en alas de cada nota, de cada letra, de cada sonrisa y de cada lágrima. Es la vida misma, en toda su complejidad. Y es Evangelio viviente y, como tal, conocido por todos, pero siempre nuevo. 

Para mí el musical siempre es una experiencia de oración profunda en la que nunca me siento solo, sino en auténtica comunión. Algo que no puede explicarse, sólo sentirse, y por eso precisamente es tan mágico y tan único. Porque entras allí como si fuera la primera vez y nunca te esperas lo que sucederá: de forma sutil, pero intensa, los intérpretes que actúan se unen al público en silencio, y degustamos juntos la plenitud de la Eucaristía, la amargura de Getsemaní, el dolor de cada latigazo, el “fracaso” mundano de la Cruz, el triunfo glorioso en la Cruz y, por supuesto, el amanecer de la Humanidad que triunfa en la Resurrección de Cristo, que es la promesa de vida que nos regala el Padre bueno. 

La mejor prueba de que el musical es oración y Evangelio es que cuando termina el corazón está lleno, la emoción a flor de piel y no puedes evitar salir, contarlo, compartirlo y repetirlo una y otra vez mentalmente porque, como la buena oración, ocurre en un momento… pero proporciona un deleite que se degusta poco a poco, hasta la próxima vez.

Alejandro Luna Campuzano

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